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Desde que Darwin propuso la teoría de la evolución por medio de la selección natural, muchos investigadores han buscado en todos los rincones del planeta para encontrar restos fósiles que pudieran demostrar la liga evolutiva entre la humanidad y el resto del mundo.
Estos esfuerzos tuvieron éxito casi desde el principio, aunque frecuentemente en una forma sorpresiva. Gracias a varios accidentes afortunados fue posible comenzar a esbosar la historia evolutiva humana.
La escasa cantidad de fósiles claramente prehumanos ha sido siempre un problema grave para el mundo de la paleoantropología; nuestros ancestros nunca fueron muy abuntantes, no vivían en condiciones que facilitan la fosilización de sus restos y se necesita de un ojo entrenado – y mucha suerte – para poder distinguirlos de otros restos menos interesantes.
Hasta hace poco, los paleoantropólogos creían que el proceso de evolución había sido relativamente simple; una especie habría dado lugar a otra en una secuencia directa que llega hasta nosotros.
Esta perspectiva simple comenzó a dispersarse en los últimos años del siglo XX con el descubrimiento de varias especies prehumanas similares que cohabitaron en el planeta hace unos pocos millones de años.
Un descubrimiento reciente realizado entre Grecia y Bulgaria acaba de complicar aún más nuestro entendimiento de la historia evolutiva humana; unos pocos restos fósiles ponen en duda la idea de que nuestra especie se originó en África para luego dispersarse por el mundo.
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